4 de abril 2024

Laura Vichot Borrego*

Publicado en La Tiza**

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Laura Vichot Borrego

La crítica en clave feminista es un ejercicio esencial en la actualidad para examinar las bases de la explotación laboral permanente en el capitalismo y, por tanto, para defender la vida como dimensión clave de cualquier propuesta ética y política. Tal como se nos ha mostrado en los últimos años se requiere anticipar, junto con la crítica del poder y nuestra praxis revolucionaria, algo del mundo que queremos, del horizonte político que perseguimos. Para hacerlo desde una perspectiva decolonial se necesita partir de la propia realidad, de la emergencia de una tradición revolucionaria cubana ―en este caso―, de los referentes comunes de opresión y emancipación que aporta el Sur. En ese sentido, es imperioso pensar hoy el socialismo cubano como un proyecto político y social marxista, feminista, democrático y ecológicamente sustentable.

El feminismo ha vivido el enfrentamiento de unas tendencias con otras, como ha sucedido entre el feminismo radical y el socialista o marxista,[1] entre la experiencia académica y popular particular de Latinoamérica y la del Norte o, en relación con Cuba, el reiterado debate sobre la vocación feminista de la Revolución o no. En todo caso, el feminismo ha latido en todos los lugares donde la mujer y las disidencias de género se han cuestionado su condición de subalternidad en una cultura política dominada por valores patriarcales. Tampoco se ha desligado del pensamiento revolucionario más amplio, aunque no fue hasta la década de los sesenta que esa crítica alcanzó un carácter sistémico a diferencia del feminismo de proyección reformista y liberal que le había antecedido en lo que contaba de siglo, y de las propias socialistas del siglo XIX. Lo que media en estas discusiones es que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, los problemas de las mujeres y las disidencias de género pasaron a ser denunciados con una mayor conciencia de sus determinantes estructurales. Patriarcado y género devinieron dos categorías claves en esa apertura, ya no naturalizados ni asumidos como unos tabúes o convencionalismos de meros cortes culturales. Si bien patriarcado, desde mediados del siglo XIX ya poseía una connotación negativa, fue entre los sesenta y los setenta que quedó definido en término de relaciones de poder.[2] Todo ello incluye, novedosamente, un uso ampliado de la noción de política y poder, unido a una tematización desprejuiciada de la sexualidad. La teoría feminista impulsada por el movimiento de la segunda ola ―que estableció en su primera fase alianzas con el resto de la izquierda pacifista, antirracista, antimperialista y otros―, confluyó en sus albores con otras propuestas que desde las Ciencias Sociales se oponían a los residuos del principio de falsa neutralidad enarbolado por el positivismo (la teoría de las representaciones sociales por ejemplo, de Serge Moscovici, es válida para estudiar el género como una forma de conocimiento de la realidad).

La emergencia de la conciencia feminista es un proceso que no se da igual en todos los lugares y tiene sus derroteros particulares en el Norte global y en regiones como Latinoamérica. En el primer caso, la supuesta revolución sexual de los sesenta no se consolidó como tal, al no transformar los roles de dominio/subordinación entre hombres y mujeres, y mantener el discurso erótico de control sobre la vagina por el alter ego masculino, en la construcción de la sexualidad.

A partir del contexto impuesto por las sociedades de consumo se agilizaron nuevas condiciones favorables a la hipersexualización, cosificación y mercantilización de los cuerpos objeto de dominio que determinan que hoy se presenten estos agravantes como un supuesto «patriarcado de consentimiento». La nueva visión neoliberal de la sexualidad impulsó un duro golpe a los frentes abolicionistas de la prostitución y la pornografía. A la altura del siglo XXI la tecnología del sexo (la pornografía) continúa lucrando mediante la aniquilación simbólica de mujeres y personas sexo identidades diversas, exponiendo sus cuerpos como un producto de consumo más sin referentes sociales algunos. Dentro de esta cultura, recrean su primera experiencia sexual mujeres y hombres jóvenes en cuyo inconsciente no puede dejar de reafirmarse la desigualdad como fuente de placer.

En igual medida, el prototipo de mujer emancipada — con un salario rentable, desvinculada de tareas de cuidado y emancipada sexualmente, no gracias a una revolución sexual sino a la posibilidad de consumir pornografía sin puritanismos por el medio— en los países desarrollados dista mucho de ser un modelo alcanzable para todos los estratos sociales. El feminismo liberal ha devenido en un «feminismo de mercado», codiciado por todos los lenguajes televisivos, publicitarios y cinematográficos.

En Latinoamérica, los movimientos de izquierda no lograron articular al eje central de sus demandas el compromiso con la abolición del yugo patriarcal. Durante las luchas por la autonomía nacional, política y económica muchas mujeres subordinaron su causa a las grandes causas consensuadas entre los hombres. El enfoque liberal que se extendió por buena parte del continente confundió crecimiento con desarrollo y asumió el denominado «modelo de neutralidad de género», en el cual la intervención social se detenía en la comunidad mientras reproducía un esquema de jefatura doméstica con características masculinas que era aplicado a la jefatura femenina — de mujeres solteras y divorciadas— acríticamente. Las reformas laborales contribuían así a una mayor incorporación femenina al ámbito público, sin aliviar su pesada carga en el doméstico o privado.

Aunque entre un mayor número de políticas sociales que el resto de los países de la región, en Cuba — donde las mujeres participaron tanto en la gesta insurreccional como en la institucionalización de la propia Revolución— se replicó dicha fragmentación generándose fuertes contradicciones para la mujer trabajadora de la esfera de la producción de la cual se esperaba igual eficiencia como «ama de casa». Esta es una realidad que hoy se busca revertir, a partir de demandas del movimiento feminista con cierto grado de concreción en el discurso de las políticas públicas.

En lo concerniente a la indagación teórica, las principales autoras estadounidenses, inglesas y otras, dedicaron un amplio espacio a la conceptualización de la categoría género, inicialmente una categoría psicoanalítica; mientras en Latinoamérica se sostuvo una mayor aprehensión de la categoría patriarcado, quizás por su visión del sujeto colectivo.

Este proceso particular de los años sesenta, en el cual los movimientos sociales encabezados por mujeres y personas sexo identidades diversas provocaron una nueva sensibilidad en la academia — que no se mostró como un proceso acabado y mucho menos lineal en las décadas consecutivas—, replanteó las gramáticas de lucha, una nueva conciencia política, unas herramientas diferentes para cuestionarnos como sujetos de la opresión y sujetos agentes de nuestra propia emancipación, las metodologías de construcción del conocimiento y de la producción teórica. Hablar de la ciencia siempre ha sido clave para el feminismo, la unidad entre movimiento social y producción científica es un aspecto básico para las demandas de las mujeres y los movimientos LGTBIQ contra los fundamentalismos, los determinismos biologicistas y otras formas de ideología conservadora, liberal y patriarcal.

Quisiera aclarar también que la Revolución cubana contribuye a la consolidación de esa conciencia feminista para Latinoamérica y el mundo, y sería injusto imponer una crítica ciega a los contextos de los años sesenta y setenta en Cuba sin valorar los canales diversos por los que transitaron las demandas de las mujeres en el mundo. Esa experiencia revolucionaria, incluso la de la mujer cubana en Revolución, ofrece insumos a la crítica de la confluencia nefasta entre patriarcado y capitalismo que realizan muchas voces dentro de la corriente filosófica y política en cuestión. El paso de los años en la Isla determinó una relectura y puesta en diálogo con el contexto nacional de lo que había devenido el pensamiento feminista, la misma que nos lleva a adentrarnos hoy en diferentes fuentes internacionales. Pero no debe observarse nunca como un proceso de asimilación acrítico, sino como una evolución más del pensamiento revolucionario y una necesidad social.

A continuación propongo un análisis sobre la base de los aportes de dos corrientes de pensamiento feminista: la que se organiza a partir de la exégesis de la literatura marxista, representada hoy por autoras como Silvia Federici, María Mies, Vandana Shiva, Nancy Fraser, Amaia Pérez Orozco ―especialmente preocupadas por la economía feminista―, de la mano de los aportes de la teoría queer a finales de los ochenta y principios de los noventa, para llegar a esa visión ampliada que de las relaciones capitalistas cisheteropatriarcales y la praxis emancipatoria debemos poseer, y para considerar qué condimentos colocar a la utopía.

  1. Pensamiento feminista de la segunda mitad de siglo XX

Los límites del feminismo radical, centrado en la conceptualización de la política sexual y en la explicación de las racionalidades emanadas de los espacios íntimo/privado, quedaron rápidamente definidos. Es una de las expresiones académicas que más se relacionó con el movimiento de los sesenta, pues se alimentó de su propio activismo y produjo teóricamente a partir de esta experiencia. De aquí se origina una fuerte crítica anticapitalista y la definición de la relación entre los sexos como una cuestión política de dominio y subordinación, que incluye desde el placer erótico construido sobre la base de la desigualdad o el maltrato doméstico, hasta la más burda violación sexual. La comprensión de lo político se desplaza a lo privado: a partir de este momento lo personal también se concibe como político. Pero, como afirma la socióloga alemana María Mies,[3] negar todos los conceptos de la ciencia androcéntrica y negarse a reconstruirlos, a resignificar el propio campo semántico:

…nos dejaría sin vocabulario para expresar nuestras ideas (…) Los conceptos resumen teorías y prácticas históricas y no pueden ser inventados a voluntad. Tenemos que aceptar que los conceptos básicos que utilizamos en nuestros análisis ya han sido «ocupados» — como los territorios y las colonias— por la ideología sexista dominante. Aunque no podamos abandonarlos, podemos mirarlos «desde abajo», no desde el punto de vista de la ideología dominante sino desde las experiencias históricas y las luchas por la emancipación de los oprimidos, explotados y subordinados.

Trabajo, producción, reproducción, naturaleza, familia, división sexual del trabajo, son nociones esenciales para replantearnos los horizontes práctico-reflexivos porque están asentadas en la memoria colectiva de la humanidad, en un recorrido común. Esto no niega que ni el evolucionismo, ni el positivismo funcionalista, ni el marxismo mecanicista habían ofrecido una explicación satisfactoria a la subordinación de la mujer. Ahora bien, la teoría marxista sigue siendo un eje dorsal en nuestro análisis, pero como Silvia Federicci[4] resume en El Patriarcado del salario, es imprescindible depurarla de su carga todavía moralizante, naturalizadora de las relaciones patriarcales, cuya crítica no fue una prioridad ni para Marx ni para Engels, y extraer más provecho de ese análisis en la actualidad:

En El manifiesto comunista, [el marxismo] denuncia la opresión de las mujeres en la familia burguesa, cómo las tratan como propiedad privada y cómo las usan para transmitir la herencia. Hay por tanto cierta presencia de una conciencia feminista, pero son comentarios ocasionales que no se traducen en una teoría como tal. Solo en el volumen I de El capital Marx analiza el trabajo de las mujeres en el capitalismo, pero solo analiza el trabajo de las mujeres obreras en la gran industria. Es cierto que pocos teóricos han denunciado con tanta pasión y eficacia la explotación brutal en las fábricas de las mujeres y los niños, y de los hombres por supuesto, describiendo las horas de trabajo, las condiciones degradantes (si bien con cierto tono moralista, como cuando habla de la degradación de las mujeres que al no poder vivir de su salario, muy bajo, deben complementarlo con la prostitución) pero en los tres volúmenes de El capital no hay ningún análisis del trabajo de reproducción; solo habla de ello en dos pequeñas notas, en una escribe que las obreras, al estar todo el día en la fábrica, se ven obligadas a comprar lo que necesitan, y, en la segunda, señala que había sido necesaria una guerra civil para que las obreras se pudieran ocupar de sus niños, en referencia a la Guerra de Secesión de EE.UU., que acabó con la esclavitud y supuso una interrupción de la llegada de algodón a Gran Bretaña y por tanto el cierre de las fábricas.[5]

Si vamos a definir al cisheteropatriarcado, debemos partir de este como una organización sociopolítica de la vida con apego a la división sexual del trabajo, cuya ideología fundamental es el género. Dentro del género operan tres racionalidades fundamentales, aunque no las únicas: la cisnorma, la hegemonía heterosexual y la monogamia. Se trata de un orden que ha producido la vida y la fisiología humana en varios aspectos, cuya práctica política determina la condición subalterna de la mujer ―definida como el bello sexo, delicado, débil, reproductor de vida― y la condición de marginalidad de quienes no asumen la lógica cis (según la cual la identidad femenina o masculina del individuo debe coincidir con su expresión genital) y hetero de los procesos de generización. Hombre y mujer en el marco de este orden representan los dos modelos de ciudadanía y subjetividad fundamentales, de ahí las aludidas «minorías» y «mayorías». Por su parte, la familia nuclear se presenta como la institución por excelencia que este orden contribuye a perpetuar, aunque detrás de ello hay algo más que el familismo (idealización de la familia nuclear), pues se esconden relaciones de opresión.

La filosofía posestructuralista de Michel Foucault, centrada en la noción de biopoder, y la teoría queer de Judith Butler marcaron el desarrollo del pensamiento social a finales de siglo, ayudando a comprender mejor ciertos mecanismos de sujeción y lógicas de disciplinamiento no tan fáciles de generalizar. Al contrario de lo que muchos autores plantean, en su mayoría hombres por cierto, estas corrientes no abandonan la categoría del sujeto y sí ofrecen las claves para la oposición radical a la dominación y una praxis colectiva transformadora. El poder aparece conceptualizado dentro del orden del discurso no en su acepción meramente lingüística sino teatral,[6] a fin de cuentas somos sujetos cuya psiquis y biología quedan asentados en una estructura social desde el nacimiento, y es en la relación cuerpo-conciencia-sociedad que surgen las representaciones que hacen inteligible la realidad. No se trata de una relación democrática, hay que guardar ciertos convencionalismos para participar de la cultura del «sentido común». El poder busca asentarse en las «conductas más tenues y más individuales»,[7] la puesta en discurso del sexo es un enfrentamiento entre la censura y lo permisible, entre las prohibiciones y las formas del saber social que organizan la memoria colectiva.

  1. El capitalismo cisheteropatriarcal

La consolidación de la sociedad capitalista necesitó de varios procesos sociales, culturales y políticos anteriores al siglo XVIII que nos permiten hablar del capitalismo cisheteropatriarcal. Por ejemplo, la reforma protestante que se desarrolló a partir del siglo XVI fue un evento racionalizador de la cultura europea, dentro de las respectivas diferencias nacionales, pero también de las nuevas interacciones y subjetividades producidas a partir del desplazamiento de poderes políticos y económicos. Las variantes teológicas, donde quizás el ascetismo intramundano calvinista resultó el más representativo, promovieron una relación especial en torno al trabajo y las instituciones sociales en un mundo de hombres. El pensamiento cristiano en su vertiente más conservadora continuó siendo un referente moral; los símbolos y normatividades asentados en el episteme europeo en gran medida procedían de dicha fuente. Esto se ha mantenido como una realidad más allá de que las personas contengan elementos religiosos o no en su conciencia.

También entre los siglos XIV y XVII tuvieron lugar los cercamientos y expropiaciones a mujeres en la Europa medieval ―lo que conocemos como caza de brujas― que contribuyeron una vez más al empobrecimiento y derrota femenina. Aquellas que vivían de una economía de subsistencia, beneficiadas por procesos de herencia y otros, habían logrado desarrollar un estilo de vida y un conocimiento significativos. Todo esto les fue arrebatado.

Finalmente, dentro de la Ilustración, el movimiento intelectual que legitimó las relaciones económicas en ascenso no defendió el derecho de la mujer a la razón y el conocimiento, sino que impuso una perspectiva antropocéntrica y eurocéntrica al mundo que ya vivía el comercio y explotación de esclavos racializados, la extracción de riquezas desmedidas de la naturaleza y la colonización.

Este proceso implicó para el sistema mundo moderno la supremacía blanca, intelectual y cristiana europea. Los ideales de progreso y desarrollo se extendieron dentro de estos márgenes, por lo que las relaciones capitalistas no pudieron extenderse y consolidarse sin una lógica de explotación y desposesión corporal.

La confluencia de todos estos procesos asentó una concepción holística de los cuerpos, así como de las instituciones adecuadas para sostener la convivencia social y la dinámica de desarrollo. Esta concepción integral y disciplinadora de la sociedad se expandió también desde diferentes mecanismos transnacionales; la diferencia anatómica fue una piedra angular en la definición de la sociedad occidental y su marco teórico.

A finales del siglo XIX e inicios del siglo XX se consolida otro pilar de esta sociedad: la familia nuclear. Se trata de la institución patriarcal en la que buscan hacerse efectivas el mayor número de las racionalidades antes mencionadas (heterosexualidad, monogamia, construcción de identidades cis) con relación al cisheteropatriarcado. Se presenta como la institución «más rentable» porque permite la «reproducción de la especie». Este eslabón de la sociedad busca legitimarse por medio del adultocentrismo, o socialización de les hijes desde el punto de vista y papel rector de quienes ostentan la jefatura del hogar. La jefatura se construye sobre la base de la desvalorización del trabajo de cuidados y la prominencia del trabajo productivo, y surge de la combinación de tres factores relevantes: sexo, edad y aporte a los ingresos del hogar. Aunque la organización de la familia ha experimentado muchos cambios en la actualidad, gracias a la agenda revolucionaria dentro de varios países, debe observarse como uno de los patrones más difíciles de disolver en cuanto al sistema de valores que favorece y el modo en que infravalora otros proyectos humanos.

El metabolismo de la explotación en la sociedad capitalista es uno de los ejes más difíciles de comprender y, como la estadounidense Nancy Fraser advierte, examinar las nuevas geografías de la explotación es cada vez más necesario.

Este sistema de relaciones de dominación para reproducirse genera diferencias y la acumulación de capital solo tiene condiciones de posibilidad allí donde también se acumulan opresiones.

La visión ampliada de la sociedad capitalista cisheteropatriarcal no debe perder de vista que el ciclo económico de muchas mujeres es realmente más amplio y el aumento de las condiciones de dependencia es proporcional al tiempo laboral de ellas. El ciclo económico incluye no solo el tradicional trabajo de cuidado ―limpieza, cocina o atención a familiares dependientes y vulnerables―, contiene además el trabajo sexual. En igual medida se incrementa la insostenibilidad de la vida de quienes lo ejercen, pues son menos los esfuerzos dedicados al autocuidado. Como resultado, es un ejercicio que reproduce fuerza de trabajo. Sobrevive además dentro de formas diversas de competencia laboral; sí, lo podemos definir así: no ascienden en igualdad de condiciones las mujeres en el mercado laboral, tanto público como privado, el capital erótico del «bello sexo» en muchas listas encabeza el índice de demandas. Como afirma Silvia Federici, el trabajo reproductivo es un momento crucial de la producción capitalista.

Las condiciones de posibilidad de acumulación de capital están estrechamente relacionadas con el trabajo reproductivo y la forma en que la centralidad del mercado lo devalúa. A esto Nancy Fraser[8] lo denomina «los talleres ocultos del capital», donde ubica el trabajo no asalariado, esencialmente desarrollado por mujeres dependientes económicamente, y la ausencia de leyes o mecanismos que aseguren los derechos sexuales y reproductivos de los cuerpos con útero ―espacios que las políticas de Estado muchas veces eligen no respaldar ni incluir en las cuentas nacionales―. Pero debemos agregar a la demarcación de esta autora los servicios informales que realizan mujeres y personas con identidades sexuales diversas con carácter transaccional, sin seguros de vida, como la prostitución en tanto modalidad de trabajo sexual y otras actividades que imponen límites generacionales, por ejemplo. Dichos servicios aparecen, la mayoría de las veces, como currículum oculto en las proyecciones de las políticas de Estado y, al mismo tiempo, como un servicio seguro y disponible para quien lo necesita bajo cualquier circunstancia, cuya interioridad es compleja e irregular.

Por otra parte,

la división estructural constitutiva que se verifica entre organización política y economía en el capitalismo tiene un efecto nefasto en la sociedad. La correlación de fuerzas sociales aparece solo reflejada en una dimensión económica y política estrecha, mientras el tratamiento de las asimetrías y jerarquías entre los sexos se solapa, se representa en el feudo de lo privado.

De esta forma, adquieren impunidad expresiones y valores del poder patriarcal con respecto al lugar que ocupan el trabajo asalariado y la gestión de los ingresos. Por si fuera poco, las políticas públicas no encuentran en su orden de prioridades respaldar una infraestructura segura de cuidados y políticas laborales afines a las condiciones de partida de cada persona, sino que pretenden redimir a las mujeres dentro de un prisma de valores patriarcales. De ahí el auge del feminismo liberal en nuestros días, sin llegar a ser mayoritario.

Pero el capitalismo es un orden institucionalizado desde el punto de vista social, no solo un conjunto de relaciones económicas, sino una sociedad capitalista cisheteropatriarcal. La red de instituciones sociales que se levantan de la relación entre el fetichismo económico de la mercancía y la división sexual del trabajo determina habilidades de socialización, formas de conocimiento de la realidad, habitus. Es ahí donde podemos hablar de la función de instituciones sociales como la familia nuclear, el adultocentrismo, la vocación maternal de la mujer y la construcción de ideales de afecto, amor, solidaridad y educación entre las personas. Aquí se aseguran las tradicionales divisiones entre los órdenes privado-público, cuerpo-público, cuerpo-psiquis ―para la constitución de la biomujer, el biohombre―, íntimo-universal, las que gestan y orientan el fondo de tiempo excedente que no está mercantilizado y organizan la vida sobre la base de principios normativos.

  1. Los movimientos populares y la resistencia contrahegemónica

Las luchas se organizan desde varios frentes, aun siendo fronterizas el escenario aparece disperso y la incapacidad para constituir alianzas es persistente. La convergencia de movimientos feministas, LGTBIQ, sindicales, agrarios, étnicos, e incluso generacionales responden a la topografía institucional de este sistema, a la convergencia de varios ejes de dominación que dificultan la idea de un objetivo común ante el carácter multifacético de la crisis.

Primeramente, analicemos dos fenómenos de la lucha hoy, y que Cuba ha padecido. Digamos que existen dos paradigmas, uno encorsetado en los márgenes de la crítica liberal y otro popular; uno vende y es exportable, el otro es demonizado. A partir de aquí usaremos ―aunque conociendo sus insuficiencias― el término espontáneo para deslindar las protestas sociales que emergen en contextos particulares con respecto a los movimientos populares de mayor alcance, articulación y organicidad.

Sabemos que la organización de las demandas dentro de los movimientos sociales de bases populares en el Sur del mundo, de aquellos que se permiten vivir anticipadamente el contenido de sus utopías, dentro de discursos alternativos, prácticas sociales contrahegemónicas, con apego a formas de educación popular emancipatorias y no elitistas son catalogadas de «tercermundistas». Esa proyección es reproducida por los medios de comunicación y las industrias culturales. Según esta construcción, es un signo de la modernidad colocar un jazmín en los tanques de guerra, como en Túnez, pero no la formación de los caracoles o regiones organizativas de las comunidades autónomas zapatistas.

Aun así, podemos encontrar rasgos populares en ambos tipos de movimientos. También los hay en la denominada «protesta espontánea» que tiene condicionantes estructurales, como las tuvo el 27 de noviembre de 2020 y el 11 de julio de 2021 en Cuba, o como las tuvo la Primavera árabe en Túnez, Egipto, Libia, Siria, Yemen, durante el 2011. Pero

la facilidad con que la demanda social es cooptada por la institucionalidad del poder de adentro y de afuera de estos países, los reacomodos del poder que incita, así como su incapacidad para proponer un plan de acciones, deja mucho que desear.

Los medios de comunicación suelen ofrecer muchos calificativos a las protesta espontáneas en las que conviven ―no se articulan― diferentes grupos sociales, como «primaveras» o «revolución de los jazmines», y no es difícil que se organicen en torno a uno de estos eslóganes, en especial por tratarse de movimientos que defienden la ausencia de referentes políticos frente a la crisis de la organizaciones tradicionales, pero también ante la capacidad que tiene la hegemonía geopolítica occidental de vaciar las demandas de las clases históricamente preteridas. El contenido liberal se observa en el discurso de sus agentes contra el poder público exclusivamente: «El pueblo quiere que caiga el régimen» (Egipto, 2011), «¡No nos representan!» o «Democracia real YA» (Europa), o como planteaba el 15 M en el 2011: el pueblo es «el conjunto de la comunidad política menos la minoría rectora responsabilizada de la mala gestión presente».[9]

Ahora bien, frente a la descentralización de las luchas en el lugar de producción, como hecho, podemos decir que todos los movimientos populares que combaten injusticias a partir de determinada representación política del sujeto de opresión lo hacen dentro de una profunda conciencia de clases. ¿Cómo lo podemos explicar? Porque se trata de seres que han sufrido diferentes formas de desposesión simbólica y material de los recursos y derechos que les permiten insertarse en sociedad en igualdad plena o desde iguales condiciones de partida, y porque la centralidad del mercado genera desposesión en tanto fuente de desvalorización de todo aquello que no se entiende por trabajo productivo, así como por sus lógicas de cercamiento de los bienes comunes ―espacios de convivencia, tradiciones, memorias colectivas, conocimientos, la naturaleza―, lo cual abre paso a una amplia posibilidad de acumulación de capital producto de las opresiones poco visibles.

En lo particular, nosotras las mujeres y disidencias de género necesitamos que en el centro de la lucha por la justicia social se denuncien los efectos de la división sexual del trabajo y las normatividades que le dan sentido a la desigualdad entre los sexos.

Esto es un desafío impostergable, porque desde la propia gesta de los movimientos sociales se reproducen las asimetrías y jerarquías que luego habrán de subrepresentar y marginar unas identidades, ya sea en acciones violentas directas o en la reproducción de la misma lógica burguesa sobre la familia, la moral, el trabajo y el resto de las instituciones sociales. Esta es una constante paulina y contemporánea, al buen cristiano poco habremos de aclarar. Tal lógica de desigualdades es la que luego observamos en el respaldo de políticas públicas insuficientes que no dan cuenta de la diversidad de grupos sociales, carentes de fortalecimiento metodológico e institucionalidad. Los mecanismos de control de la natalidad u otros que, en sentido inverso, buscan racionalizar la función de la familia nuclear como motor económico de la sociedad son clara evidencia de ello. Para las feministas el respaldo político a las redes de cuidado, la protección a los derechos sexuales, reproductivos y contraceptivos como el aborto y la píldora anticonceptiva, los programas de educación sexual con perspectiva de género, entre otros, aseguran la sostenibilidad material y espiritual de la vida, cuyo eje central es la autonomía de los cuerpos.

Las luchas sociales en Latinoamérica tienen como particularidad que transitan un camino fraguado por la amenaza imperialista estadounidense. Si de contrahegemonía se trata, esta, como praxis y modo de pensamiento, debe ser anticapitalista, anticolonial, antimperialista y antipatriarcal, lo cual solo es posible mediante la educación popular como proceso de concientización política, estrategias de comunicación populares, respeto a la propiedad colectiva frente a la individualidad y respaldo político, sanitario, físico y emocional intracomunitario; mecanismos que permiten a las personas vivir anticipadamente la utopía, despojada de trascendentalidad en tanto principio de convivencia y relacionamiento. Así se genera una identidad efectiva mediante la reproducción diferente de la vida.

  1. El socialismo y los mundos posibles

El socialismo no solo debe superar la explotación del trabajo asalariado por el capital, sino todas las condiciones de posibilidad de acumulación de capital, entre ellas la desvalorización del trabajo de cuidados, el cercamiento de los bienes públicos, los procesos de gentrificación, la expropiación a sujetos racializados y a la naturaleza.

El primer choque que tenemos es que los modelos teóricos heredados continúan dando prioridad a los enfrentamientos relacionados con el trabajo en el espacio de producción.[10] Superar esta demarcación es también superar el modelo desarrollista que prevalece en la actualidad, el mismo que desdeña la importancia de una sólida infraestructura de cuidados y la dependencia de las capacidades regenerativas de la naturaleza. Tampoco implica una solución la remuneración o mercantilización de esta forma laboral, sino la constitución de otro paradigma de comunidad que la dignifique, de políticas sociales que no terminen en la puerta de los hogares o el vecindario, sino que rompan con la propia institucionalidad patriarcal. Es preciso revalorizarlo, por ejemplo, en políticas laborales que provean a hombres y mujeres de iguales oportunidades para conciliar las tareas públicas y domésticas, pero no generalizando un arquetipo de mujer exitosa ante el salario, emancipada sexualmente y libre de responsabilidades familiares, cuando de antemano se conoce la inexactitud de las condiciones de partida para todxs.

Paralelamente, los sinsabores no solo se dan en el plano de la confrontación de perspectivas marxistas y feministas ―que algunes denominan, en unos términos de por sí bien patriarcales, como «un matrimonio mal llevado»―, sino en la no incorporación de otros puntos de vista integrales: decoloniales, antirraciales, ecológicos. Otres señalan que el mercado ofrece el campo conceptual esencial para explicar las esferas de la dominación y obvian la institucionalidad que desprende y con la que convive, así como su inevitable relación con la división sexual del trabajo.

En muchos sectores de izquierda subsiste la negación rotunda a entender este fenómeno de los sistemas de dominación múltiples, por lo que a estas luchas se les otorga un carácter periférico.

Para argumentar cómo las relaciones de dominación se contienen las unas a las otras, quisiera apoyarme en la explicación que en teología ofrecemos a la perikhoresis, al conceptualizar la antítesis de algo que en el cristianismo consideramos generador de vida y crecimiento, la fuente de la creación misma en sus aspectos trinitarios. Este término técnico se refiere a la posibilidad de varias entidades de constituir una sustancia o esencia creadora, de contenerse unas a las otras y erigirse como principios activos. En lo que respecta a este debate, la capacidad que tienen varios órdenes de poder de respaldarse y de implicarse mutuamente determinan las condiciones de posibilidad de unos y otros. Así sucede con la posibilidad que tiene el patriarcado de racionalizar la generización con mayor fuerza en aquellas esferas no mercantilizadas a expensas de la centralidad que tienen las relaciones mercantiles o, en el sentido contrario, de vaciar las resistencias y usufructuar a partir de estas, a modo de feminismos liberales o mercados sexuales más diversos.

Considero que la denominación definitiva con respecto al mundo que queremos partirá de los sujetos de la acción emancipadora o, al menos, de la relación que se establezca entre las agencias liberadoras y las condiciones existenciales de vida.

Hoy no faltan quienes hablen de la política de los comunes―aunque es un diálogo que nominalmente en Cuba no hemos tenido, pero ha estado presente como perspectiva desde hace algún tiempo―, porque existe al menos una conciencia inmediata del carácter interseccional del poder y de la necesidad de posicionar la idea de que las luchas son inseparables y el sujeto afectado por la lucha de clases es un sujeto colectivo, dinámico, capaz de constituir los términos en que habrá de llevarse a cabo la participación, la toma de decisiones y la redistribución de los recursos para hacer la vida sostenible y digna. La idea de un sujeto colectivo debe asentarse entonces en una profunda conciencia de clases que, a su vez, abra un espacio amplio de articulación.

*Laura Vichot Borrego: Universidad de Matanzas, Cuba. Periodismo y Comunicación Social. Periodismo y Comunicación Social. Periodista, profesora y activista feminista.

Notas:

[1] Según Barry (2014), algunas feministas socialistas introdujeron el término feminismo cultural «para trivializar la política del feminismo radical que promovía una representación de la teoría feminista autónoma como una teoría política». Agrega esta autora que identificarse como una feminista cultural «sería como aceptar esta conceptualización fabricada por el feminismo socialista». En resumen, podemos señalar que las distancias están matizadas tanto por las metodologías y fuentes teóricas que asumen una y otra perspectiva, como por los ejes de atención. El feminismo radical otorga un valor especial al tratamiento de la política sexual, la sexualidad y el lugar del género en la conformación del inconsciente, mientras el socialista manifiesta una preocupación especial en el modo en que el trabajo desarrollado por mujeres en condiciones de dependencia es desvalorizado por las relaciones mercantiles, siendo la categoría trabajo reproductivo un espacio esencial de indagación.

[2] Puleo, A. (2014): Lo personal es político, el surgimiento del feminismo radical. S/e.

[3] Mies, M. (1999): Patriarcado y acumulación a escala mundial. Madrid: Traficantes de sueños.

[4] Federici, S. (2028): El Patriarcado del salario. Madrid: Traficantes de sueños.

[5] No es casual que en gran medida estas reflexiones también se produzcan de investigadoras que han tenido algún tipo de contacto académico o científico con países del Sur global, como María Mies, en la India, y Silvia Federicci, en Nigeria.

[6] Butler, J. (1990): El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad. Barcelona-Buenos Aires-México: Paidós.

[7] Foucault, M. (1998): Historia de la Sexualidad I. La voluntad de saber. México DF: Siglo veintiuno editores.

[8] Fraser, N. (2020): Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda. Madrid: Traficantes de sueños.

[9] Vichot, L. (2019): «Análisis del tratamiento comunicativo de los periódicos Granma y Juventud Rebelde a la Primavera árabe de 2011». Universidad de Matanzas.

**Publicado en La Tiza en abril 2024


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